RAMMSTEIN INCENDIÓ EL BICENTENARIO CON APLASTANTE SHOW:
El grupo alemán no dejó dudas en su debut en Santiago: 20 mil personas presenciaron uno de los actos más completos que pasaron por la cartelera esta temporada.
Un Panzer germano demoledor e implacable fue el que se plantó en el escenario del Estadio Bicentenario de La Florida la noche del jueves: Rammstein hizo su estreno en suelo chileno con un espectáculo que funcionó como relojito. La contundencia y potencia de su autodenominado “tanz metal” (danza metal, metal bailable) hicieron que los 90 minutos se hicieran suficientes para sacar aullidos y aplausos genuinos, sin necesidad de proferir alabanzas zalameras al público ni enfundarse en la bandera del país de turno.
Más bien, el sexteto enrostró de partida su propio estandarte: una enorme bandera alemana sirvió de telón cubriendo el escenario, segundos antes de caer con una explosión y dar comienzo al ritual con “Rammlied”, extraída de su último disco “Liebe ist für alle da”. Sonido a tope, preciso, fuerte, y una presencia escénica a prueba de incrédulos se confabulaban para producir ese efecto hipnótico que tiene la banda, que hasta al más reticente lo deja “pegado” y hasta con ganas de saltar. Su fórmula parece sencilla y directa, pero tan bien resuelta y llevada a cabo, que se vuelve un producto de primera.
Poco tarda en aparecer uno de los elementos esenciales de su puesta en escena: el fuego. Está claro que no son los únicos ni los primeros (Kiss tiraba fuego en las giras de los ’70), pero en su ejecución marcan la diferencia: premunidos de lanzallamas y otros aparatos, el fuego toma otra dimensión en su sentido estético y teatral. Aparte de darle espectacularidad a las canciones, producen escenas como el vocalista Till Lindemann prendiendo sin asco a un miembro del staff disfrazado de fan supuestamente subido al escenario, que después corre a lo largo del mismo arrastrando sus llamas (otro guiño 2.0 a los precursores del shock rock: Alice Cooper "mataba" gente en el escenario hace décadas). O como el baterista y el cantante “orinando” pirotecnia con una manguera usada a modo de sucedáneo fálico.
Lindemann es el guaripola de la función, un frontman único que con su voz grave recita las letras en alemán e imprime el característico toque de ironía y retorcido sentido del humor de la banda. Es así como su atuendo de cocinero afilando un cuchillo para cocinar al tecladista en una olla gigante (otra escena que remite a Alice Cooper) queda perfectamente dentro del contexto del show y se gana la ovación de las 20 mil personas que presencian el acto.
Un público variopinto compuesto desde chicas semi-góticas que van a bailar al Bal Le Duc hasta chascones con poleras death metal, pasando por el tipo que se vino de la oficina con terno, pero salta enajenado con los temas más célebres de los berlineses, como “Pussy”, “Sonne” e “Ich will”. Y sobre todo con “Du hast”, su gran hit, el cual fue cantado a grito pelado por todos los presentes y generando la reverencia de Lindemann, en uno de los pocos gestos de interacción del cantante. Que por escasos, valen más. Lo mismo cuando termina la primera parte antes del bis y se despide con un “gracias, Santiago”.
Las palabras en español vuelven al final con “Te quiero puta”, ese bizarro single del 2005 mezcla de ranchera con metal industrial, con una serie de barbaridades proferidas en nuestra lengua. Así se acabó la función. Rammstein se ubicó alto en la escala de los mejores shows de la temporada: por despliegue escénico, sonido, recursos y preocupación por no dejar nada al azar.
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